El futuro de las descargas

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Un inspirador artículo escrito a mediados de este mismo año por Rasmus Fleischer, cofundador de The Pirate Bay, donde deja perfectamente claro que los avances tecnológicos siempre pasarán por encima de cualquier forma de luchar contra la pirateria basada en normas de siglos pasados.

Rasmus Fleischer

¿Cómo de relevante es reconocerse a sí mismo como estando a favor o en contra del copyright? Ni la estabilización ni la abolición del sistema de copyright parecen estar cercanas. Lo que vemos es un incansable intento de proponer y aprobar extensiones a la ley. La más reciente es la llamada ACTA —Anti-Counterfeiting Trade Agreement— discutida en la pasada reunión del G8 en Tokio, la que ha incluido una cláusula llamada «eliminador de Pirate Bay» que forzará a los paises miembros a criminalizar cualquier servicio que facilite infringir el copyright incluso si no se hace en beneficio propio. Se trata sólo de un ejemplo de cómo la ley del copyright está convirtiéndose en algo completamente distinto a lo que ha sido durante los pasados siglos.

rasmus fleischer

Una versión condensada de la historia del copyright sería así; textos (1800), usos (1900), herramientas (2000). Originalmente la ley fue diseñada para regular el uso de una sola máquina; la imprenta. Se refería a la reproducción de textos, material impreso, sin considerar cualquier uso siguiente. Alrededor de 1900, la ley de copyright fue extendida drásticamente para cubrir usos independientes de un medio específico. Lo que abrió la puerta a organizaciones colectivas de gestión de los derechos, las cuales desde entonces han estado fijando precios para las licencias de interpretación y difusión. Bajo su dirección, se desarrollaron formas de copyright específicas para cada medio; cine, gramófono, radio, etc. Esta diferenciación ha sido aniquilada por el surgimiento de Internet, y desde la ley de copyright de 2000 todo ha ido en una nueva dirección, regulando ahora el uso de las herramientas, de una forma mucho más arbitraria que la que podría haber imaginado alguien en la era pre-digital.

Este cambio ha tenido lugar dado que medios previamente distintos son ahora simulados por el singular medio que es la Internet, y la ley del copyright no puede abarcar esto. Considérense las difusiones de radio y las tiendas de discos, que siempre fueron entidades diferentes. Sus contrapartidas online se llaman respectivamente streaming y descargas pero la distinción es artificial dado que en ambos casos se trata de una mera transferencia de datos. La diferencia esencial es cómo se configura el software en el extremo final. Si el software guarda el fichero para usarlo más tarde, se llama descarga. Si envía inmediatamente la música a los altavoces se llama streaming.

Claro está que el receptor puede siempre transformar un flujo en un fichero digital. Es simple, legal, y no muy distinto de lo que siempre fue grabar música en cintas. Lo que ahora abruma a la industria discográfica es la posibilidad de que los usuarios puedan «identificar y separar automáticamente las pistas que componen un flujo transmitido digitalmente y almacenarlas para su reproducción futura en cualquier orden». En otras palabras, temen que acabe resultando obvio que la diferencia entre streaming y descarga en realidad es un fraude.

Por ejemplo, la compañía sueca Chilirec facilita un servicio online gratuito y en rápido crecimiento que asiste a los usuarios para reventar flujos de audio digital. Tras elegir entre cientos de estaciones de radio, tienes acceso a miles de ficheros MP3 en un repositorio en línea, bien ordenados y correctamente etiquetados, disponibles para descarga inmediata. La interfaz y la funcionalidad podría ser fácilmente confundida con las de cualquier aplicación P2P como Limewire. Te conectas, te bajas ficheros MP3 por la patilla, y nadie paga un duro al propietario de los derechos. Pero es completamente legal. Lo que Chilirec hace es simplemente automatizar un proceso que cualquiera puede hacer manualmente.

Recortar un flujo de radio grabado en pistas individuales y escribir cada título correctamente es fácil pero lleva mucho tiempo. La comunidad del software libre entrega continuamente herramientas gratuitas que lo significan, como el programa llamado The Last Ripper, que convierte el servicio de streaming bajo demanda Last.fm en una librería de ficheros MP3.

Los grupos de presión en la industria se huelen el peligro, y animan a los gobiernos a criminalizar ciertas prácticas. Bajo su petición se introdujo en el senado norteamericano el pasado año la llamada norma PERFORM —Platform Equality and Remedies for Right Holders in Music Act—. La ley propuesta fuerza a las estaciones de radio en Internet a encriptar la transmisión de la información sobre el fichero, como por ejemplo el nombre de la canción. Claro está para cualquiera que cualquier cosa visible en la pantalla puede aún ser obtenida fácilmente gracias a software especial, a pesar del encriptado, de forma que la restricción es fácil de sobrepasar. Por eso, la norma PERFORM pretende incluir una cláusula penalizando la distribución de dicho tipo de software.

Por supuesto, cualquiera con nociones de programación no necesitará mucho más que combinar un par de librerías de código libres, fácilmente disponibles y completamente legales para programar su propia herramienta de streaming saltandose la PERFORM. Para que este tipo de regulaciones sean efectivas, es necesario entonces intentar censurar la difusión de dichas nociones de programación que permitan programar software ilegal. El círculo de la prohibición se hace así más grande; tecnologías para reconocer marcas acústicas, que en sí mismas no tienen ninguna característica contraria al copyright pero que pueden ser usadas para identificar pistas, podrían también ser restringidas.

Es un efecto domino que captura la esencia del maximalismo en la ley del copyright; cualquier regulación rota abre el camino a una nueva regulación aún más absurda que la anterior. La ley del copyright en el siglo XXI ya no se preocupa de casos concretos penalizables, sino de la criminalización de tecnologías en su totalidad debido a sus usos potenciales. Este desarrollo socava la libertad de elección que las licencias Creative Commons vienen a intentar conceder. Tendrá también por supuesto indeseables efectos en la innovación, dado que el estado legal de cualquier nueva tecnología se verá sujeto a la incertidumbre debido a normas cada vez más invasivas.

Las agencias anti-piratería hoy en día luchan fieramente contra distintos tipos de motores de búsqueda, simplemente porque podrían facilitar enlaces a ficheros que podrían estar protegidos por copyright. Esto incluye el absurdo caso contra el tracker BitTorrent sueco The Pirate Bay, así como recientes luchas legales contra Yahoo! China y Baidu. Sólo Google permanece sin contestación, aunque opera en la misma zona gris del copyright que el resto. El modelo de negocio de Google Books, por ejemplo, consiste en visualizar millones de páginas de libros con y sin copyright como parte de un plan de negocio destinado a obtener beneficios de la inserción de anuncios.

Zonas grises como éstas son omnipresentes en la ley del copyright en nuestro siglo. Uno de los motivos de este desarrollo es el en realidad incierto estado de la propia idea de copyright. Contrástese el mundo de hoy con el de la edad de oro del copyright, digamos entre 1800 y 1950. Entonces, aplicar la ley era sencillo. El acto de leer un libro estaba separado del hecho de imprimirlo. Las prensas de vinilos y los gramófonos eran en efecto máquinas distintas. Desde entonces todo ha cambiado.

Cuando las tropas americanas liberaron Luxemburgo en 1944, se hicieron con un extraño aparato; una máquina capaz de grabar sonido en cintas magnéticas. Poco después, este invento militar alemán apareció en los hogares. Los grabadores de cinta integraban escucha y reproducción en un solo aparato, pero como funciones separadas. En nuestro escenario digital esto ya no es así; utilizar información digital es copiarla.

Los ordenadores funcionan copiando. No puede preocupar menos que la distancia física entre original y copia se mida en micrometros o en millas; funciona igualmente bien de las dos formas. La ley del copyright, en cambio, intenta trazar una línea entre uso y distribución. Esto significa trazar una rejilla imaginaria sobre la miriada caótica de nodos de red, delineando qué dispositivos deben ser considerados domésticos.

Lo que ocurra dentro del ámbito doméstico se define como uso privado, mientras que traspasar esa frontera es potencialmente criminal. Pero, ¿qué significa esta división estricta entre ámbito público y privado para alguien con 400 amigos en Facebook? Otra importante consideración es que el ámbito digital es mucho más grande que el ámbito en linea. Según un reciente estudio, el 95% de los jóvenes británicos que intercambian ficheros lo hacen mediante CDs quemados, clientes de mensajería, teléfonos móviles, discos USB, email y discos duros portátiles.

Dichas prácticas constituyen la darknet, un fascinante término popularizado por cuatro investigadores afiliados a Microsoft en una brillante charla ofrecida en 2002. Su tesis es básicamente que todo el que disponga de información y quiera compartirla, simplemente lo hará, formando redes espontáneas que podrán ser grandes o pequeñas, online u offline. Estando interconectados, siempre dispondrán del material más popular disponible. Intentando restringir el uso de infraestructuras de compartición de ficheros abiertas sólo hará que la actividad se dirija hacia redes más pequeñas y más dificiles de controlar.

Una de las primeras darknetsha sido llamada sneakernet. Se trata de ir caminando a casa de tus amigos con casettes de vídeo o diskettes. No se trata tanto de una tecnología del pasado. La capacidad de los dispositivos de almacenamiento portátiles se incrementa de forma mucho más rápida que el ancho de banda en Internet, como explica un principio llamado Kryder's Law. La información almacenable en un bolsillo ayer se medía en megas, hoy en gigas, mañana en teras y en pocos años posiblemente en petas —N. del T.; nada que ver con los petas que probablemente ya llevas en tu bolsillo—, una cantidad increible de datos. En 15 años, fácilmente, un dispositivo de bolsillo podrá almacenar toda la música que jamás se ha grabado, y copiable fácilmente en el dispositivo de otra persona.

Dicho de otra forma, si es necesario, la sneakernet volverá. Una baza con la que muchos en la industria musical obsesionados con Internet no cuentan. Como escribe el investigador Daniel Johansson; «cuando los fans de la música puedan decir, tengo toda la música entre 1950 y 2010, ¿te hago una copia? ¿Qué modelo de negocio musical será viable entonces?»

Tenemos acceso a más cine, música, texto e imágenes de lo que podemos incorporar a nuestras vidas. Prescindir de este paradigma de la abundancia y pasar de nuevo a la escasez simplemente ya no es una opción. Añadir más contenido, estrictamente, no va a generar más valor, ni cultural ni económicamente. ¿Qué tiene de valioso un contexto donde la gente puede simplemente juntarse para crear nuevo contenido de la abundancia?

El mundo digital presenta así cuestiones cuyas respuestas no pueden quedarse en lo digital. El desafío clave es relacionar lo digital con lo que no es digital; tiempo, espacio, relaciones humanas, y todo eso. Kevin Kelly, el fundador de la revista Wired, lo ha explicado recientemente con acierto; cuando las copias son superabundantes, pierden su valor, y entonces lo que no puede ser copiado escasea y se convierte en muy valioso. Lo que va a contar ahora son los valores incopiables, cualquier cosa que sea mejor que lo gratis.

La explosión de la compartición de ficheros que comenzó en 2000 no sólo marcó el inicio de la pérdida de ventas en música grabada, sino también un aumento igualmente drástico de ventas de experiencias musicales en directo. Sólo hace diez años, la música en directo era una forma simple de hacer marketing de lo grabado. Hoy esa ecuación extraña se ha dado la vuelta.

La música no es el único campo que demuestra que el péndulo ha virado. Kelly menciona cómo muchos escritores ganan dinero ahora de apariciones en persona, promocionadas por sus libros, que bien podrían ser entregados gratis. La industria del videojuego ha comprendido que se puede hacer dinero no de vender software, sino acceso a mundos online.

Los negocios que siguen adoptando la fórmula de la vieja industria del copyright consistente en vender «contenido sin contexto» atraviesan tiempos difíciles. «La propiedad intelectual es el petróleo del siglo XXII» fue en su día el lema de Mark Getty, el hombre de negocios que invirtió la fortuna que su familia hubo ganado con el petróleo en comprar el portafolio de contenidos con copyright más grande del mundo, controlando más de 60 millones de imágenes. Tras un pico en 2004, Getty vió como su empresa caía dramáticamente en bolsa, antes de tener que ser vendida por un precio miserable.

El problema de Getty Images nunca fue la piratería, sino la difusión de cámaras digitales. Los editores empezaron a preferir fotografías tomadas a la carrera, sin importar la calidad de la imagen. Poseer una gran base de datos de fotografías archivadas dejó de ser relevante cuando los periódicos empezaron a preferir imágenes que comunicaban la sensación de presencia en tiempo real —una cualidad incopiable—.

Enfrentándose a estas nuevas realidades, las industrias del copyright han optado por pasar a la ofensiva. Los primeros en el campo de batalla fueron los perros de presa de la industria discográfica, La RIAA y la IFPI. Juntos han establecido la agenda de los grupos de presión de la industria. En su lista de deseos figura legislar sobre los «portadores de contenido digital» tratando de intervenir en el uso de servicios de comunicación, lo que ellos llaman la «responsabilidad del ISP». ACTA podría pronto facilitar dicha legislación, que implicaría medidas de dos tipos.

La primera es simplemente la censura. En varios países europeos, la IFPI ya está llevando a los tribunales a los ISP para forzarles a bloquear el acceso a motores de búsqueda como The Pirate Bay. La pregunta es, ¿qué sitio será el siguiente? ¿Ese campo de minas para el pirateo llamado YouTube? Probablemente no, pero la amenaza implícita seguirá siguiendo utilizada por las industrias del copyright en su anhelo de tratos de licencia favorables sólo a ellos.

Aún más alarmante es que tan pronto listas negras en Internet empiecen a estar disponibles, los políticos aprovecharán para ampliarlas contra sitios moralmente o políticamente inconvenientes. Franco Frattini, el comisionado de justicia de la Unión Europea, está intentando ya censurar cualquier información relacionada con la fabricación de explosivos. Claro está que todo esto puede ser superado, como se demostró en Dinamarca, donde mucha gente comenzó a usar The Pirate Bay justo después de que las cortes ordenaran un bloqueo.

La segunda medida es que los grupos de presión anti-piratería soliciten la autorización para ordenar a los ISP a desconectar usuarios o a entregar las identidades de sus subscriptores si son solicitadas. Desafortunadamente, la crítica a estas políticas se ha visto hasta ahora limitada a la preocupación por la privacidad. Esta preocupación es legítima, pero hay otras razones para desconfiar.

Considérese primero que Internet no es una red de personas sino una red de ordenadores. Cualquier nodo en la red podría no ser necesariamente un punto final sino el acceso a una subred. Las empresas y los vecindarios instalan rutinariamente una conexión de cable y la comparten utilizando un router. Sólo el administrador de la red puede escrutar la actividad online de un usuario real. En otras palabras, el anonimato siempre es una opción.

En nombre de la responsabilidad del ISP, virtualmente cualquier usuario de Internet puede ser reclamado por la industria discográfica. En las discusiones sobre lo que se llama responsabilidad del ISP, es crucial recordar que las grandes compañías de telecomunicaciones están lejos de ser los únicos «operadores de redes y servicios de comunicación electrónica». Esta es la definición real de ISP que maneja la burocracia en la Unión Europea. Pero es que según esta definición, tú podrías ser un ISP también. La norma estadounidense Digital Millennium Copyright es igualmente vaga; define como proveedor de servicios a «quien facilita servicios de acceso a la red o administra las dependencias que lo hacen», dejando incierto si bibliotecas, empresas o cualquier usuario final con un router en casa puede ser calificado como ISP.

Dada una definición tan amplia, cualquier compañía o persona compartiendo conectividad, así como cualquiera que almacena un blog o un foro podría, en nombre de la responsabilidad del ISP, ser obligado a registrar las identidades de los usuarios y a entregarlas a los defensores del copyright bajo demanda. El rango de posibles abusos es enorme. Los intentos de seguir aplicando una política que ya está rota suelen ser seguidos por una secuencia de regulaciones consecuentes aún más absurda.

Mientras, proliferarán las darknets y la demanda para nuevas técnicas de anonimización, como efecto colateral de la caza de violadores del copright a pequeña escala. Por supuesto, el mejor partido de toda la situación lo sacarán los auténticos criminales, incluyendo a los terroristas, mientras que los usuarios legítimos de Internet serán simples testigos de como pierde su carácter de medio abierto.

Reforzar el copyright debilita reforzar la ley general. Y es caro. La norma ACTA propuesta pretendería crear una legislación internacional que transforme a los guardias de fronteras en una policía del copyright, encargada de comprobar portátiles, iPods y otros dispositivos en busca de contenido ilegal, con la autoridad para confiscarlos y destruirlos sin necesidad de una orden.

Es característico de lo deshonestas que son las leyes del copyright que ACTA haya sido presentada como un tratado interesado en evitar que se le proporcione a la gente falsas medicinas, algo que tiene bien poco que ver con asuntos como la responsabilidad de los ISP. Mientras que las patentes, las marcas registradas y el copyright se diferencian en muchos aspectos, los grupos de presión prefieren presentar sus estrategias para reforzar la ley como un asunto de «propiedad intelectual» en general.

El debate real, de nuevo, no es entre quienes proponen y se oponen al copyright como un todo, sino entre creyentes y no creyentes. Los creyentes en el copyright siguen soñando con una simulación de la economía del pasado siglo, basada en la escasez, y con fronteras claras entre difusión y venta de unidades. Yo no creo que algo así llegue a ser nunca estable, pero sí temo que esta visión de la utopía del copyright lleve a escalar las regulaciones tecnológicas fuera de control arruinando las libertades civiles. Sólo dejar hacer a los desarrolladores de software y a quienes facilitan la infraestructura de comunicaciones puede prevenir dicho escalado.

Compartir ficheros sin autorización seguirá ocurriendo en darknets, online y offline. Por otra parte, ciertas actividades no digitales, como la publicación de libros, seguirán funcionando bien bajo las normas de la ley clásica del copyright, diseñada para procesos de impresión. Aún en otros campos como el software o la música caracterizados por una compleja competición entre diferentes modelos, y donde algunos siguen haciendo dinero vendiendo unidades copiables, otros se benefician de entregar servicios incopiables. Es posible adivinar que tendremos que soportar este escenario de zonas grises aún durante un tiempo, nos guste o no.

Las prácticas creativas, con algunas excepciones, prosperan en economías donde la abundancia digital está conectada con calidades escasas en el espacio y en el tiempo. Lo que no es todavía la cuestión es encontrar un modelo de negocio universal para un mundo sin copyright. Es mucho más urgente saber qué precio tenemos que pagar por seguir soportando el fantasma del copyright universal.

Visto en Cato Unbound.

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