Lawrence Lessig y la ley del copyright

Lawrence Lessig

A principios de febrero de 2007, el niño de Stephanie Lenz, con sólo 13 meses, empezó a bailar, a dar unos pasos sobre el suelo de la cocina. El pequeño Holden Lenz se movía al ritmo del Let's Go Crazy de Prince. Ya se sabía la canción, y el ritmo obviamente se le había pegado. Así que cuando Holden oyó de nuevo la canción, hizo lo que cualquier otro niño de 13 meses habría hecho, aceptar la invitación de Prince y volverse «loco» con el ritmo. La madre de Holden lo grabó con la cámara y durante 29 segundos capturó la invaluable imagen del niño bailando, con la escasamente reconocible canción de Prince sonando muy al fondo en un reproductor de CDs.

La señora Lenz quiso que la abuela del niño viese la película pero, claro, no es fácil mandar por email un fichero de vídeo, dado su tamaño. Así que hizo lo que cualquier ciudadano del nuevo siglo habría hecho; subir el fichero a YouTube para mandarles a su familia y amigos el enlace. Vieron el vídeo miles de veces. Se trata del perfecto «momento YouTube»; una comunidad de risas alrededor de un vídeo hecho en casa, compartido rapidamente para cualquiera que quiera verlo.

Durante algún momento de los posteriores cuatro meses, sin embargo, alguien de Universal Music Group también vio el baile de Holden. La Universal es propietaria del copyright de Prince. Así que enviaron una carta a YouTube demandando la retirada de una interpretación no autorizada de la música de Prince. Para evitar líos, YouTube aceptó. Su portavoz declinó hacer comentarios.

Es el tipo de cosas que hoy en día pasan continuamente. Compañías como YouTube reciben continuamente demandas para eliminar material de su sitio. Sin duda una buena parte de esas demandas son justificadas. La demanda de la Universal, por el contrario, claramente no lo es. La calidad de la grabación era horrible. Nadie iba a bajarse el vídeo de Holden para ahorrarse pagarle a Prince por su música. No existe una forma plausible en la que el vídeo de Holden pudiera dañar a Universal o al propio Prince.

YouTube le envió a la señora Lenz una nota explicando que eliminaba su vídeo. Se preguntó por qué. ¿Qué he hecho mal? La cuestión viajo a través de muchos canales hasta que encontró el camino de la Electronic Frontier Foundation —de cuyo consejo he formado parte hasta principios de este año—. Los abogados de la fundación encontraron que este era un caso descarado de uso justo. Así que Lenz consultó con la EFF y envió una contranota a YouTube, alegando que el baile de Holden no viola ningún derecho de Universal.

Hasta ahora, los abogados de Universal insisten en que compartir este vídeo es un claro caso de violación de copyright bajo las leyes norteamericanas. Bajo su punto de vista, Lenz podría ser condenada a pagar hasta 150.000 dólares por utilizar la música de Prince en el baile de Holden. Universal, sin embargo, declina hacer más comentarios.

¿Cómo puede ser que gente sensata, sin duda educada en nuestras mejores universidades y colegios de leyes, puedan llegar a pensar que resulta un uso adecuado de los recursos de su empresa amenazar legalmente a la madre de un niño de 13 meses que baila? ¿Qué es lo qe permite que esos abogados y ejecutivos se tomen tan seriamente un caso como este, y crean que hay un motivo social o corporativo para desplegar el esquema regulatorio federal llamado copyright para detener la difusión de esas imágenes y esa música? «Let's Go Crazy!», desde luego. —N. del T.; «¡Volvámonos locos!»—

Las cosas no tienen que ser así. Podríamos utilizar la ley del copyright para proteger un enorme rango de creatividad profesional y amateur, sin amenazar en ningún momento los beneficios de Prince. Podríamos rechazar la idea de que la cultura en Internet tiene que oponerse al beneficio, porque el beneficio destruirá la cultura en Internet. Pero hace falta un cambio real si este tiene que ser nuestro futuro. Un cambio en la ley, y un cambio en nosotros.

De momento, casos como el de Lenz son cada vez más comunes. Tanto profesionales como la banda Girl Talk o la artista Candice Breitz como amateurs, incluyendo los responsables de miles de vídeos creativos publicados en YouTube, se sienten el objetivo indiscriminado de picapleitos demasiado ambiciosos. Cada vez que una creatividad captura o incluye parte de la creatividad de otro, el propietario de la creación original invoca el copyright para detener la difusión del material no autorizado. El nuevo trabajo se construye sobre el viejo en efecto «citando». Pero mientras que los escritores sobre papel llevan siglos teniendo la libertad de citar a otros escritores, los «escritores digitales» aún no se han ganado este derecho. En su lugar, los abogados insisten en que es obligatorio el permiso para incluir trabajos protegidos en cualquier material nuevo.

No todos, claro. Viacom, por ejemplo, se ha comprometido a que cualquier amateur que utilice material de su propiedad para un remix será ignorado por su equipo legal. Sin embargo, muchos propietarios insisten en el permiso para impedir una extraordinaria cantidad de creatividad. Esto incluye los remixes durante la actual campaña presidencial. Durante las primarias republicanas, por ejemplo, Fox News ordenó al equipo de John McCain a dejar de utilizar en un anuncio un clip del senador en un debate moderado por la Fox. Hace dos semanas, Warner Music Group consiguió que YouTube retirara un vídeo que atacaba a Barack Obama utilizando partes de canciones como el Burning Down a House de Talking Heads. El portavoz de Warner, Will Tanous, quien representa a Talking Heads, reconoció que la petición llegó de la propia banda. Al mismo tiempo, la NBC pidió a la campaña de Obama que retirase un anuncio que remezclaba material de las noticias de la NBC con Tom Brokaw y Keith Olbermann.

Estamos en medio de una guerra que algunos llaman «la guerra del copyright». Jack Valenti llega a hablar de «guerra terrorista» donde los terroristas, aparentemente, son nuestros hijos de 13 meses. Pero si cierras los ojos y piensas sobre esa guerra, probablemente no se te aparezcan artistas como Girl Talk o creadores como Stephanie Lenz. El intercambio de archivos es el enemigo en esta guerra. Los niños robando material con un ordenador son el objetivo. La guerra no trata ni sobre las nuevas formas de creatividad, ni sobre los nuevos artistas creando nuevo arte.

Cada guerra tiene su daño colateral y los auténticos artistas son el daño colateral en esta guerra. La regulación extrema en la que se ha convertido la ley del copyright hace muy difícil, a veces imposible, generar legalmente un enorme rango de creatividad cuya existencia cualquier sociedad libre debería celebrar si sólo lo pensara por un minuto. Dado que estamos en «guerra» no podemos ser discretos. No podemos perdonar ninguna infracción que seríamos incapaces de detectar en cualquier otra épica. Piensa en una «abuela de ochenta años retenida por agentes de la TSA» y verás exactamente de qué tipo de guerra estamos hablando.

El trabajo de los creadores que remezclan es valioso en formas que ya hemos olvidado. Nos devuelve a una cultura que, irónicamente, los artistas de hace un siglo pensaban que la tecnología destruiría. En 1906, por ejemplo, el probablemente más famoso músico americano, John Philip Sousa, alertó al Congreso sobre las inevitables pérdidas que esas «máquinas infernales» —los gramófonos— les causarían inevitablemente. Lo describió así:

«Cuando era niño, en las tardes de verano, delante de cada casa encontrabas a chicos cantando juntos canciones, nuevas y tradicionales. Ahora tienes esas máquinas infernales sonando día y noche. Ya no sabemos hacer coros. La técnica de la interpretación vocal será eliminada por un proceso de evolución, tal y como desapareció la cola del simio al convertirse en hombre.»

Era el miedo de un profesional de que la tecnología destruyese al amateur. «El amateurismo ya no puede hacer otra cosa que retroceder» predijo. Un retroceso que para él sólo significaría debilitar la cultura.

Resulta que la nueva generación de «máquinas infernales» le ha dado la vuelta a la tendencia. Gracias a la nueva tecnología, millones de personas vuelven a saber «hacer coros». Wikipedia es una expresión textual de esta creatividad amateur. La mayor parte de YouTube es la expresión en vídeo. Una nueva generación ha sido educada para crear de una forma en la que nuestra generación jamás habría pensado. Decenas de miles, puede que millones de chicos, se juntan otra vez para «cantar juntos canciones, nuevas y tradicionales» utilizando la tecnología. No en las calles, ni en parques junto a casa, pero sí en plataformas como YouTube, MySpace. Alrededor del mundo, podrían no conocerse nunca, ni siquiera hablarse, pero la creatividad de unos inspira a la de otros.

La vuelta de esta cultura de la remezcla podría proporcionar un crecimiento económico enorme, si se la equilibra y se la saca partido. Podría devolver a nuestra cultura una práctica que ha marcado a cada civilización humana en la historia —exceptuando algunas del mundo desarrollado durante el siglo pasado—, la de crear además de consumir. Y podría inspirar una práctica más profunda y con mucho más significado del aprendizaje en una generación que no tiene tiempo para leer libros pero gasta decenas de horas casa semana escuchando, viendo o creando «medios».

Y vamos, y no nos fijamos en estos creadores. En su lugar, nos fijamos sólo en «los piratas». Y nos metemos en una guerra contra esos «piratas» para la que gastamos una extraordinaria cantidad de recursos legales y sociales, en un absolutamente fallido esfuerzo para intentar que dejen de «compartir».

Es una guerra que debe terminar. Es la hora de que reconozcamos que no vamos a poder acabar con esta creatividad. Sólo podemos criminalizarla. No podemos pretender hacer que nuestros hijos dejen de usar estas herramientas para crear y devolverles a un papel pasivo. Sólo podemos esconderles debajo de la alfombra o empezar a llamarles «piratas». Y la pregunta en la que nosotros como sociedad debemos centrarnos es, ¿esto es bueno? Hemos hecho que nuestros hijos vivan en un mundo de prohibiciones, donde cada vez más y más comportamientos de los que a ellos les parecen normales los convertimos en ilegales. Así que se dan cuenta de que están en contra de la ley. Se ven a sí mismos como «criminales». Y lo peor es que se acostumbran a la idea.

Y ese reconocimiento es corrosivo. Corrompe la propia idea de para qué sirve la ley. Y si pensamos en lo que perdemos con esta corrupción, veremos que lo que pierde la industria musical palidece en comparación.

La ley del copyright debe ser cambiada. Propongo cinco cambios que ya supondrían una diferencia abismal.

Desregular la remezcla amateur: Necesitamos recuperar una ley de copyright que aparte de la regulación la creatividad amateur. Antes del siglo veinte, esta cultura era floreciente, y el nuevo siglo podría tenerla de vuelta. La tecnología digital ha democratizado la posibilidad de crear y volver a crear la cultura que nos rodea. Cualquier manifestación creativa amateur debería ser ignorada por la ley.

¿Qué ocurre cuando otros se benefician de esta creatividad? Entonces se ha cruzado una línea, y los artistas remezclados desde luego deberían ser pagados, al menos cuando dicho pago es posible. Si un padre de familia remezcla fotos de su hijo con una canción de Gilberto Gil —yo lo he hecho muchas veces— entonces cuando YouTube publique el trabajo del amateur, debe compensar a Gil adecuadamente. Como cuando, por ejemplo, una fiesta vecinal tiene a vecinos cantando delante de otros vecinos. Se trata de una representación pública que implica una obligación de copyright, generalmente solucionada con una licencia tipo emitida a nombre de la propia comunidad de vecinos. Hay muchos modelos que permiten que la ley de copyright asegure ese pago. Tenemos que ser tan creativos como ya lo son nuestros hijos para encontrar un modelo que funcione.

Desregular la copia: La ley del copyright entra en vigor cada vez que hay una copia. Pero claro, en la era digital, cada uso de un trabajo creativo produce una «copia». Regular esto tiene el mismo sentido que legislar la respiración. La ley debería abandonar su obsesión por «la copia» y centrarse en el uso de la copia —como la distribución pública de material protegido—, lo que tiene sentido relacionándolo con el beneficio económico que la ley del copyright pretende incentivar.

Simplificar: Si la ley del copyright estuviese limitada a los grandes estudios cinematográficos y las grandes discográficas, el hecho de ser compleja e ineficiente seguiría siendo desafortunado, pero al menos dejaría de ser tan significativo para todos. Cuando la ley del copyright, sin embargo, pretende regular lo que hace cualquiera con un ordenador, entonces hay una obligación especial de que esta regulación sea clara. Y ahora no es clara. El IRPF ya es lo suficientemente complicado. Que la ley que regula la libertad de expresión sea más complicada que el propio IRPF es una pesadilla para la Primera Enmienda.

Recuperar la eficiencia: La ley del copyright es el sistema de propiedad más ineficiente que conoce la humanidad. Ahora que la tecnología lo trivializa, deberíamos volver al sistema de nuestros antepasados, requiriendo que, al menos los propietarios de copyright domésticos lo mantengan de forma automática durante un plazo inicial de 14 años. Debe estar claro qué pertenece a quién y, si no lo está, que no les corresponda a los propietarios aclararlo.

Descriminalizar el intercambio: La guerra contra el intercambio de ficheros es un error. Después de una década de lucha, la ley ni ha hecho más difícil el intercambio, ni ha compensado a los artistas. No tenemos que dedicarnos a denunciar a nuestros hijos porque intercambian. Lo que es necesario son propuestas para asegurarnos de que nuestros artistas sean pagados por su trabajo. Pero no detener el «intercambio—.

Adaptado de Remix, por Lawrence Lessig, publicado recientemente por The Penguin Press. Lawrence Lessig es profesor de leyes en la Stanford Law School y cofundador de Creative Commons.

Visto en WSJ.com vía Slashdot.

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