INCLUSIÓN (Un cuento de nuestro tiempo)

Capitán kokorikó
#1 por Capitán kokorikó hace 4 semanas
Como algunos ya sabéis, soy el director de una gran orquesta. Me ha costado toda una vida formarla, aprendiendo día a día cómo hacer los arreglos, pensar en qué dirección quiero ir, el tipo de música que quiero hacer, los mensajes que quiero transmitir...
Además, suelo ejercer mi propio criterio para tomar decisiones sobre qué instrumentos sonarán en qué temas, el estilo que deseo priorizar en cada uno de ellos, el sabor final que tendrá ese plato único, cocinado con gran cuidado y esmero.
Y soy feliz.
Pero esto está a punto de terminar.
Ayer recibí la visita de un señor, asesor del área cultural de mi comunidad.
Era un tipo aparentemente simpático. Me habló de multiculturalidad y le escuché atentamente.
Yo mismo soy un convencido de ello. Y, de hecho, me nutro de músicas, estilos e instrumentos de todo el mundo si así lo necesito y lo decido.
Primero me elogió por todo lo que venía haciendo hasta ahora, y su conocimiento sobre mi producción me hizo comprender que se había estudiado mi trayectoria, toda ella disponible en internet.
Y entonces fue cuando entró en el quid.
Me dijo que el piano, la guitarra eléctrica y el violín los tenía sobrerepresentados, ocupando siempre la primera plana de mis composiciones. Incluso se permitió mostrarme unos porcentajes del tiempo que estos instrumentos sonaban de forma predominante.
Yo le oía y apenas entendía de qué me estaba hablando. Le quise contestar con naturalidad de cómo sentía yo que debía proceder con mi propia música, pero me cortó agresivamente de forma educada y continuó.
En el Ministerio de Cultura ya se estaba manejando una circular, que estaban enviando a todos los organismos nacionales de cultura para intentar paliar estas y otras deficiencias, observadas en conservatorios, escuelas de música y, ahora, en cada creador que pretendiera acceder al mercado musical, ya fuese que trabajase en obras de teatro, bandas sonoras, documentales y películas, o como en mi caso, desde mi entorno personal.
De momento no era obligatorio, tan sólo se trataba de recomendaciones.
Eso sí, para acceder a trabajos que dependían directamente de entornos oficiales, se premiaba ese tipo de colaboraciones, teniendo más posibilidades de contratos cuanto más te acercases a ese ideal que se imponía silenciosa, pero implacable.
Parece ser que las recomendaciones vienen de la ONU.
¡Coñó!, de la ONU. Entonces será algo bueno.
Mi cabeza quedó loca. Sin querer comencé a imaginar algo musical en mi cabeza. El piano ya era algo que sonaba suavemente en segundo (o tercer) plano. La cabasa llevaba la línea preferente, mostrando su abanico de posibilidades antes escondidas y ahora aireadas.
El Gong se hacía un sólo en el punto álgido del tema, añadiendo todo su poder de sugestión a un nuevo tipo de composición que nunca había considerado.
En esas estaba cuando volvió a tomar la palabra.
Me pasó un folio con la foto y descripción de una veintena de instrumentos originarios de otros países, otras culturas.
A saber: un salterio, un charango, un udú, un er-hu, un bansuri, la lira casiopea, un litófono, un (o una) carcabas, una flauta de pan, un armonio, la quena....
Por supuesto, me dijo, aún faltan muchos más, que se irán sugiriendo a medida que se vayan integrando en nuestra cultura.
El caso es que me encantaban todos esos instrumentos. A veces ya los usaba por mi propio interés.
Pero quedé virolo. Hasta ahora nunca me había parado a pensar en todo ello.
De pronto comprendí lo equivocado que había estado hasta ahora, pensando de forma egoísta en utilizar lo que me viniese a la imaginación, con esa libertad que creía tener.
En realidad yo era esclavo de un sistema totalitario que no había sabido interpretar la realidad.
Durante un segundo pensé en todos esos contratos que ya no iba a obtener si no contribuía, de forma espontánea, a cambiar mi propia percepción de una falsa libertad para elegir cómo quería que fuese aquello que tan sólo a mí me concernía como creador de música.
Así que, sin mediar palabra, firmé aquel documento que me tendía. Y lo hice sin dudar, sabiendo que esa pequeña, casi insignificante concesión personal, estaba destinada a empoderar a toda una comunidad injustamente olvidada por mí y por todos esos músicos demasiado acomodados a una realidad abusiva y obstruccionista.
Cuando se marchó, me senté y medité.
Quizás era el momento para dejarlo todo y dedicarme a otra cosa.

Primero me habló del triángulo, del plato y del gong.
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