Sobre lo que tienen en común un músico y un artista fallero

Cuando escribo esto es 13 de Marzo, pasado mañana por la noche comienza la “plantá” de las fallas en Valencia, la noche en que terminan de montarse los cientos de esculturas de cartón piedra que desde hace unos días estamos viendo llegar a cada uno de los barrios y que adornaran cada rincón de la ciudad durante los próximos cuatro días.

Soy valenciano y este es un ritual que llevo viviendo desde que nací, una ceremonia festiva que llena de arte las calles y que terminará con la quema de todos los monumentos el día de San José, reduciendo a cenizas las majestuosas esculturas que se han construido a lo largo de todo el año.

De niño, por estas fechas, siempre me entraban ganas de ser artista fallero. Me atraía ese tipo de trabajo artesano y artístico, así como su romántico final en las llamas, para volver a crear una nueva idea gigantesca de la que disfrutaran millones de personas el próximo año, con todas las connotaciones que ello encierra y lo que espiritualmente sugiere.

No me hice artista fallero pero sí músico y hace poco me di cuenta de que esa atracción de participar activamente en ese arte efímero la había logrado saciar con mi trabajo. No tanto por la parte que dedico a la composición, aunque en parte también, si no sobre todo por mi experiencia como intérprete. Una experiencia en conciertos, entre amigos y también incluso en soledad (Sí, a veces algunos músicos tocamos para nosotros mismos).

La música en directo es como la exposición de una falla. La podremos grabar, podremos colgarla en youtube pero nunca va a ser lo mismo. La música puede ser eterna, escrita en una partitura, grabada en infinidad de soportes, pero también pertenece al momento presente y puede llegar a ser irrepetible. Puede llegar a ser algo efímero, un momento de inspiración que sólo quede en la memoria de aquellos que estuvieron presentes. Y es que no todo se puede grabar ni se puede escribir, muchas veces la música, las ideas, nacen y “mueren” durante la interpretación.

Yo soy un gran admirador del compositor romántico Franz Liszt, he escuchado gran parte de sus trabajos. Pero aunque escuchara todo lo que dejó escrito siempre me quedará parte de la emoción de su música por descubrir, aquella que dejó escrita sólo durante unos instantes en sus conciertos, en sus improvisaciones al piano, en su energía. Al igual que las improvisaciones de Bach o de muchos músicos del Blues y el Jazz.

Es algo así como ver una falla en fotografías. Evidentemente para mí no es del todo comparable, pero cierta similitud sí que encuentro.

Una buena interpretación o una improvisación es, al igual que una falla, el resultado de un trabajo duro realizado durante mucho tiempo. Un trabajo necesario para que en el momento preciso suenen las notas que deben sonar y no otras. Un duro trabajo durante años de formación y ensayos para conseguir que durante el espacio de una o dos horas se produzca un viaje emocionalmente mágico e irrepetible entre el músico y el público. Una transmisión única que contiene un ingrediente difícil de describir, que no puede captar la grabadora de audio o video más poderosa, algo al que le sientan bien las palabras “presente” y “verdadero”, y que solo puede entrar, para quedarse y permanecer, dentro de nosotros.

Juan Ramos

www.juanramos.es

www.musicalisis.com

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