La cajita - Capítulo 01. ¡Silba!

Carl Travis, hijo de asesinos, y nieto de asesinos, a sus treinta y cuatro años, seguía teniendo cara de niño. Se acercaba silbando con una sonrisa y a su alrededor iba despertando simpatías. A Carl Travis le hubieras dejado la llave de tu casa.

-Un hombre amable, que va sonriendo y silbando, siempre podrá hacer lo que quiera -le decía su padre, que a su vez lo había aprendido de su abuelo.

Carl tomaba notas mentales de todo lo que le decían y aprendía rápidamente. Su familia venía de Texas y se había asentado en Louisiana, donde él nació y pasó toda su infancia y adolescencia. Solía ir a buscar animales o bichos y volvía con ellos metidos en un bote de cristal para sentarse en el porche de la casa. Sentía debilidad por cortar las cabezas de todos los animales que se pusieran a su alcance.

-De mayor no lo hagas -le dijo un día su abuelo meciéndose bajo los últimos rayos del sol de la tarde.

Carl no lo entendió hasta que lo fue.

Así nadie debería poder relacionar su conducta del pasado con la del futuro.

-Cuida los detalles -le decía su padre.

Y Carl aprendió a cuidar todos los detalles. Nada de pistas para los policías gordos.

-Putos comedores de donuts -pensaba Carl mientras saludaba con una sonrisa a un coche patrulla que se había detenido para dejarle cruzar.

Carl practicaba sonrisas y otras expresiones, tales como sorpresa, o desmayos, al menos una hora al día. Y esto lo hizo prácticamente durante toda su vida. El estado de shock, el estupor, la bondad y la risa franca, el temor y la confianza, eran materias donde hubiera sacado un sobresaliente. La furia no le salía tan bien. Pero cuando estaba furioso de verdad sí que se notaba. Y mucho.

La especialidad de Carl eran las chicas jóvenes, pero mataba igualmente a todo el mundo, de cualquier sexo o edad.

-No siempre puede uno comer lo que se le apetece -decía a quien quisiera escucharle. Y de tanto decirlo, le gustaba soltar esa frase cuando iba a matar a alguien que no era de su capricho. Carl deseaba cortarles la cabeza, sobre todo a las chicas, y llevárselas a casa, o jugar un rato con ellas sobre la arena, como hacía con las de los animales, y se ponía muy furioso por no poder llevarlo a cabo. En alguna ocasión sí lo había hecho, pero lo disimuló descuartizando el cadáver al completo, no sólo la cabeza. Así apuntaría hacia otro lado y no se relacionaría con su particular conducta. Pero para eso necesitaba mucho tiempo y un lugar absolutamente tranquilo y seguro, además de tener un cuidado extremo e incómodo para no dejar rastros de su presencia. Y eso raramente lo conseguía.

Y así paseaba Carl por la senda americana, un vendaval de furia recubierto de azúcar. Un día, Travis venía de mantener relaciones sexuales con el cadáver de una chica y se encontraba realmente satisfecho. Apartado de la carretera en una interminable zona semi desértica, avanzaba en otra dirección para no encontrarse con ella y que le viera algún vehículo cerca de donde había cometido el crimen. Buscó el paquete de tabaco y se paró a fumarse un cigarro. Se sentó sobre una piedra redondeada y lo encendió contemplando el horizonte. Cuando Carl no tenía ante sí rastros de civilización se sentía realmente libre y descontextualizado. Apartó la mirada de la carretera y la dirigió hacia las montañas. Nada humano perturbaba la estampa. Ese era el espacio que buscaba Carl y no encontraba. Mientras exhalaba el humo dio una patada a una piedra que voló por el aire, chocó con otra y rodó sobre unos guijarros. Carl no la siguió con la mirada, pero un destello que duró un instante le hizo volverse y mirar. No había nada. Se levantó y se aproximó donde la piedra había caído. Removió algunas rocas con la punta de la bota y vio de nuevo ese pequeño destello. Algo metálico asomaba entre la arena. Se agachó y hundió el dedo en un lateral dejando el objeto al descubierto. Era una cajita. Una cajita plateada de unos quince centímetros de lado. Parecía bastante antigua, pero estaba muy nueva. Le sorprendió su aspecto recio comparado con su poco peso. Una muesca en la parte frontal sobresalía tímidamente. Carl la deslizó hacia un lado y abrió la cajita. Miró su interior durante unos segundos y la cerró de nuevo con un chasquido. Se quedó pensativo unos instantes mirando al horizonte, a un punto desconocido y volvió a abrirla. Dentro había un trozo de papel, o algo parecido al papel. Con una caligrafía claramente manual, en el papel estaba escrito:

-Un dedo.

Carl sonrió, la cerró y se levantó mientras echaba la mano al bolsillo para dejarla allí. Pero de repente se detuvo. Una idea le había pasado por la cabeza. Una idea estúpida, pero que a Carl, aun sabiéndolo, le instó a detenerse y reflexionar. Carl tenía buenas intuiciones.

Se volvió y deshizo el camino de vuelta. Llegó hasta donde había medio escondido a la chica y sacó la navaja. Sujetó su mano y elevó un dedo cortándolo de raíz. Lo observó a la luz de un sol que brillaba aún alto en plena tarde. Metió su mano en el bolsillo y sacó la cajita. Ahora parecía más pesada y oscura. La abrió y vio con asombro que el papel había desaparecido. Una oleada de ira le invadió al pensar que había sido tan torpe de perderlo. Pero eso duró un instante. Estaba seguro de que estaba dentro cuando la cerró. Metió el dedo con un ligero temblor que le supuso una emoción nueva y le extrañó. Cerró la tapa y esperó unos segundos. Pero no pasó nada, como era natural. Carl sonrió y se metió la cajita en el bolsillo maldiciéndose por haber vuelto a la escena del crimen y pensando qué iba a hacer ahora con el dedo. Pero cuando levantó la vista, el mundo entero había cambiado. El cielo era una masa pegajosa negra que giraba en torno a unos reflejos rojizos que le daban un aspecto fantasmagórico e irreal. Y esa columna de humo, o nubes, ocupaba todo el espacio, desde el suelo hasta el cielo, retorciéndose como una serpiente. Las rocas eran huesos que sobresalían de un caparazón terrestre, las hojas de los árboles ardían sin consumirse sobre una lava fría e inexistente. Una brisa de aire le rozó como si fuera gelatina, y Carl dio unos pasos atrás. El eco de sus botas resonaba como una pelota de ping pong que botara sobre el suelo. O el mundo se movía muy deprisa, o él recorría cien metros a cada paso. Un susurro a su espalda le hizo volver la cabeza. La escena le sobrecogió incluso a él. La chica muerta se alzaba de bajo las piedras y se elevaba en el aire. Las piedras que caían de su cuerpo se convertían en líquidos densos que manchaban la tierra de colores húmedos antes de desaparecer. La misma joven empezó a volatilizarse y se desintegraba ante su vista. Nubecillas de polvo de chica se despegaban de su cuerpo y se convertían en arena del camino. El mundo comenzó a volver a la normalidad. Carl miró el reloj. No habían pasado ni dos minutos y aquello había durado algo menos de diez.

-Bien -dijo.

Se agachó y examinó el lugar donde había estado el cuerpo de la chica. No había nada. Ningún resto. Echó a andar alejándose y contempló asombrado cómo sus huellas iban desapareciendo. Carl soltó una carcajada, apretó el objeto en el bolsillo y comenzó a silbar.

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