Ludiguer - al loro- castillo de naipes

Estaba sentado en el sofá disfrutando de uno de los pocos momentos de silenció que hay en casa desde que compré a mi loro, cuando el sosiego fue interrumpido por la voz de mi multicolor ave, “¿sabes?”, me dijo, “hay veces que veo en la tele discutir a la gente y me recuerda mis tiempos en una de las tiendas en las que he estado”, “ah sí, ¿por qué?”, le pregunté yo mientras ojeaba y hojeaba un periódico, “pues porque me pongo en su lugar y me acuerdo de lo mal que lo pasaba yo con aquellas discusiones”, me explicó él, “¿discutíais mucho allí?”, seguí preguntando, y él me respondió con la mirada como perdida en el infinito, “la verdad es que mucho no, pero los enfados los recuerdo muy duraderos y penosos”, entonces yo movido por la curiosidad de saber qué hacía enfadar a un loro, seguí interesándome, “¿Y se puede saber tú por qué discutías?”, entonces mi melancólico compañero de conversación salió del trance en el que parecía haberse sumergido momentos antes para responderme, “no, si lo gracioso es que yo no discutía con nadie, yo estaba por allí, y al final acababa pagando los platos rotos de todo”, “mira que te conozco...”, le dije yo con una media sonrisa, “¿seguro que no tenías nada que ver?”, y él sacudió sus plumas antes de decirme, “nada, nada. En serio. Si yo ni siquiera hablaba con los dueños, ya sabes que yo sólo hablo con vosotros”, “entonces ¿por qué se enfadaban con una inocente criatura como tú?”, le pregunté medio en broma, medio en serio tragándome esta vez la pregunta de que si el hablar sólo con nosotros era un privilegio o algún tipo de venganza porque sabía que quedaría sin responder como la otra vez. Y él me contestó: “pues la mayoría de las veces no lo sé. Por ejemplo, un día mi dueña me puso en la jaula un recipiente con comida, al tiempo que me canturreaba y silbaba cosas afectuosamente, pero yo en vez de comer de él, pues me apeteció más comer pipas. Total, que me comí las pipas y dejé el otro recipiente para más tarde. Pues al rato ya noté que pasaba por delante de mi jaula sin mirarme ni decirme cosas, y aunque yo hiciera movimientos y sonidos para captar su atención, no había éxito, como si no estuviera”, “¡que raro!”, exclamé yo, “pues después de mantener esta actitud conmigo durante más de una semana”, me explicó pausadamente mi ave, “supe que quería que me comiera lo del nuevo recipiente para volver a recargarlo con lo último que quedaba de un saco de alimento, y así poder tirar el vacío esa noche a la basura, pero, ¿Cómo podía yo saber eso?. ¿Tenía que adivinarlo?”, me dijo con indignación, “supongo” le contesté yo, “otra vez”, continuo él, “se acercó ella a mi jaula con unos señores, y mientras ellos me miraban yo los miraba a ellos, total que cuando se fueron, ya noté de nuevo la sensación de que algo no iba bien, así que otras dos semanas siendo ignorado para enterarme al final que les tenía que haber mandado besitos y silbidos, ¿pero cómo sabía yo eso?”, “pues adivinándolo”, le contesté, “pero no es eso todo”, siguió contándome, ”tras este incidente, aprendí la lección. Nueva pareja junto a mi jaula con la dueña, y ahí estoy yo canta que te canta, besitos a diestra y siniestra, todo alegría y júbilo”, “y tampoco era eso”, me adelanté a decirle, “efectivamente”, me contestó, “parece ser que estaban dudando entre comprar una tortuga, las cuales se nos habían acabado hacía un par de días, o algún otro animal tranquilo como un lorito”, “y ese lorito tranquilo se suponía que eras tú, ¿no?”, pregunté seguro de conocer la respuesta al tiempo que él asentía con la cabeza, “no sólo es que no compraron nada”, añadió, “sino que debieron irse con la impresión de que en esa tienda a los loros nos hacían consumir alguna sustancia ilegal para resaltar nuestros colores, pero que como efecto secundario nos ponía a mil, creo que no nos denunciaron por miedo a represalias”, “pero volviendo al tema”, le interrumpí, “pues volviendo al tema”, siguió diciéndome, “otros diez días sin dirigirme la palabra. ¿Tanto costaba decirme qué se esperaba de mí?, pues tenía que adivinarlo, siempre de adivinanzas”. “¿Y tu dueño?”, le pregunté yo, “con él me llevaba de maravilla, todo tranquilidad y bondad, ni el más mínimo problema nunca. Hasta cuando ella se enfadaba con él, yo correspondía a las caricias de mi dueño, y entonces ella pensaba que yo lo prefería a él y que los dos hacíamos un frente común, y también se enfadaba conmigo. ¿Pero qué iba yo a hacer si él era bueno conmigo?. Sus enfados eran sus enfados, pero si cuando se enojaban, él seguía siendo bueno conmigo y ella cuando se enfadaba con alguien salpicaba tarde o temprano a todos, ¿qué podía hacer?”, “¿aguantar el chaparrón?”, le dije, “claro”, me dijo él, “pero es que llegué a un punto en el que estaba desconcertado pues fuera cual fuera mi falta, que a veces ni sabía cual era, mi castigo siempre era no menos de dos semanas sin hablarme, luego llegué hasta a plantearme el hacer lo que me diera la gana, pues todo terminaba igual. Imagina qué pasaría si la pena por robar una manzana en una tienda fuera la misma que robar diez bancos, siempre la máxima posible”, “no sé”, le dije yo, “¿qué nadie robaría manzanas?”, “pues algo así”, continuó él, “que al que sólo roba manzanas le haces plantearse muchas cosas. Además, otra cosa que me desconcertaba era que cuando venían los clientes, hablaba muy bien de mí, y de lo buena mascota que era, pero una vez enfadada, nada de lo que había hecho bueno servía, destacaba mis errores, o lo que según ella lo eran, e ignoraba mis virtudes. Créeme que lo pasaba muy mal porque no sabía por donde tirar, ni cómo actuar, ¿qué hacer cuando todo está mal?”, “bueno, está mal, o según la opinión de tu dueña estaba mal”, le maticé yo. “Sí”, replico mi plumoso amigo, “pero puesto que era mi dueña, su opinión era la única valida. Mi relación con ella era como un castillo de naipes. Yo día a día trataba de ir colocando cartas que fueran haciendo más grande ese cariño y afecto, pero el día en que ella pensaba que yo ponía una carta mal, todo el castillo se iba al suelo y a partir de cero. Nada quedaba en pié”. Entonces yo le miré fijamente y le dije, “pues para que veas como te aprecio y para que nunca te vuelvas a sentir así, mañana mismo tiraré todas las barajas que hay en casa”, le guiñé un ojo y seguí con mi periódico.

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